jueves, 16 de junio de 2011

Un intelectual no coge una yola, tan solo aprende a nadar en las aguas turbulentas del pensamiento

  
POR FARI ROSARIO

A José Alcántara Almánzar,
A Fausto Mejía Vallejo

Un intelectual, para mí, es esto: alguien fiel a un conjunto político y social, pero que no deja de cuestionarlo.
(Jean-Paul Sartre)

La  inteligencia es uno de los grandes capitales del hombre en la ilustrada era moderna. Hoy en día existe una concepción científica y cognitiva de la inteligencia, de su estructura, sus funciones y sus límites. De pronto estamos ante una visible y plausible estratificación de la inteligencia, donde destacan, por su rigor y efectividad, los valiosos aportes de la celebrada inteligencia emocional, de Goleman; los inestimables aportes de Piaget y la contribución de Minsky a la llamada inteligencia artificial. Y más aún, tenemos noticias de diez diversos tipos de inteligencias múltiples según los estudios recientes de Gardner. La idea que queremos apuntalar se resume así: la inteligencia no es un privilegio ni un tesoro de pocos, sino un desafío ante el mundo.
Explotar, describir y moldear la inteligencia es la pauta primera de toda vida intelectual.  Recuerdo que –mientras realizábamos los estudios superiores– uno de mis amigos me decía que un verdadero intelectual es biología pura, o sea, es orgánico, y con esto él estaba retomando una de las ideas esenciales de su admirado Antonio Gramsci.
El siglo XXI parece ser la antesala de un promiscuo muladar donde conviven en perfecta armonía los ecos del rumor prolongado, de la doxa (u opinión) abigarrada e intrascendente y un fuerte bardo de información y des-información que eclipsan los sentidos y la razón.
La vida intelectual de hoy se hace difícil, resulta ser cuesta arriba y onerosa. En medio del hacinamiento, del atosigamiento y las estridencias de la ciudad, el intelectual está como Pigmalión buscando el momento perfecto y el rincón para poder pensar y fabricar su entelequia discursiva. Más aún, vale acotar que el intelectual de nuestro tiempo debe afrontar otros problemas o desafíos:
1.      El intelectual de hoy debe filtrar o colar la información; nadar, al igual que el salmón, contra corrientes. Pues el Estado, el sistema imperante y sobre todo la fábrica de imágenes y films de Hollywood se han empeñado en mutilar la inteligencia, exaltando la mediocridad del individuo que de pronto es aplastado por fuerzas mayores e incontrolables. Después de Forrest  Gump (1994), la función de Hollywood ha sido exaltar la figura del idiota; aclamar sujetos con una inteligencia mutilada, individuos de corta visión que no saben cómo usar su inteligencia y que, por lo mismo, no pueden pensar más allá de su nariz. Esto ya había sido predicho por K. Marx, pero también resulta esencial y revelador el enfoque plural de la Teoría Crítica (Max Horkheimer, Adorno, Habermas y Marcuse). Este último enfatizó el sintomático hecho de cómo la juventud de los nuevos tiempos cada vez es más propensa a la masificación y al pensamiento unidimensional.

2.    El segundo problema es la fuga de cerebros al exterior o al extranjero. Este es un factor archiconocido, sobre todo en el contexto de los países subdesarrollados. Muchos hombres y mujeres con pasión por el estudio y la vida intelectual emigran al extranjero con el objetivo de estudiar y formarse académicamente. Pero con el tiempo se quedan, pues sienten en carne viva el temor de que al regresar a su patria no se le brinden oportunidades adecuadas y, peor aún, no tener un trabajo digno.    

3.    Tercero, un intelectual de hoy no debe bajar la guardia, o sea, debe velar y fortalecer a cada instante su espíritu crítico, aún cuando practique el espíritu ecuménico, cosmopolita o tienda al multiculturalismo. Tiene que buscar una verdadera apertura a la pluralidad de voces, discursos y corrientes sin olvidar el espíritu crítico y la ecuanimidad de pensamiento. La fórmula parece ser esta: cuestionarlo todo, incluso las propias ideas que uno emite o las  que uno tiene como más certeras o asentadas.

Las universidades de hoy no están cumpliendo su función. No solo estamos ante el innegable hecho de que no se estudia y no se exige como antes, sino que, peor aún, se tiende a dudar y sospechar de los individuos que explotan su inteligencia al máximo. Hoy el paradigma no es la excelencia sino la suficiencia. Por el contrario, se sospecha de los intelectuales, y esto es un lastre que viene desde la antigüedad. Pues como diría el pensador ya clásico José Ingenieros, no hay nada más atrevido y desmedido que la ignorancia. Pero digo, lo retomo: las universidades de nuestros tiempos no exigen ni insisten en que un profesional de estos tiempos debe ser un intelectual, es decir, alguien que usa la inteligencia a todos los niveles, que mantiene el espíritu crítico y arroja luz a los problemas y desafíos que agobian a la sociedad contemporánea en todos sus estratos. Es en ese espacio donde se debe adquirir y practicar la honestidad intelectual, no hay otro.
Un buen profesional no solo está comprometido con la verdad, sino también con la honestidad intelectual. Y el Estado, las instituciones educativas y culturales tienen el ineludible compromiso de inyectar y promover esta visión. Y esto es así porque es preciso desmantelar y desmitificar los sofismas, las falacias políticas, las ideas estériles en torno al progreso y el desarrollo sostenible, las ideas que no promueven la tolerancia, la igualdad y la apertura ideológicas.
Se cree erróneamente que el intelectual debe estar al servicio del Estado, o dicho de otro modo, que este es el Leviatán que siempre termina tragándoselo. Pero el mundo occidental tiene diversos ejemplos de gente que han mantenido viva la llama del pensamiento y que, no obstante, han testificado con sus ideas y con su vida, la pasión intelectual:
Paulo Freire, Ernesto Cardenal, María Zambrano, Ernesto Sábato, Eduardo Galeano, Jean Paul-Sartre, Albert Camus, Bertrand Russell, y nuestros ejemplos más cercanos y visibles son Eugenio María de Hostos y Juan Bosch.
Pues, hoy por hoy, sabemos que un intelectual es una atalaya –aunque viva en medio de las nieblas y de las adversas circunstancias que engendra el diario vivir. Un intelectual, por esencia, no es un ancilar, ni un funámbulo, ni un lambón de los gobernadores de turno que tienen el poder, ni un ser mezquino, perezoso, parcial y que se da a la tarea de defender sus intereses, su capilla y peor aún, de hacer –si lo así lo requiere la situación– una apología de la abyección, la ignominia y la infamia. Es un ser que no calla ante la miseria ni ante el crimen. No empeña su conciencia ni usa su inteligencia para tergiversar la verdad histórica o crear inseguridad y cánceres y patologías incurables. Esto solo lo hacen –y así lo confirma la historia de las ideas– los pseudointelectuales, los de pacotillas y los bufones de las cortes y los palacios.  
Ahora que hablamos de la esencia y el rol de la vida intelectual, valdría la pena citar a nuestro gran humanista Pedro Henríquez Ureña, cuando dijo: “Por encima del ideal intelectual está el ideal de justicia”. Esta es una sentencia real, lapidaria y que no tiene espacio para dilucidarse en los blanqueados escritorios de muchos intelectuales de nuestro tiempo y de nuestro país.
Pero sabemos que un hombre que piense y que se comprometa con las dimensiones de la existencia humana tendrá como única bandera la honestidad intelectual y como credo la justicia.
Vale decir o acotar que en la vieja y avanzada ciudad de Atenas, “libre” era quien tenía discurso y capacidad de dia-logar. Dicho en otros términos, quien ponía en marcha la maquinaria del logos, o sea, los mecanismos de la inteligencia y el discurso.
Hay que practicar la honestidad intelectual. Sí, por supuesto, hay otros tipos y manifestaciones de la misma: lo que concierne al terreno moral, laboral, civil o educativo, pero quizá la primera y la fundamental sea la intelectual. Pues el hombre, antes que todo, es una animal inteligente, un ser con cultura y con memoria de su pasado.
El mundo vive bajo un terrible estado de ensoñación, de hombres y mujeres alienados y atontados por la marca más chic, por la moda, el consumismo, el espectáculo y la superestrella con mayor grado de sexappeal, en fin, el telar de la apariencia y lo superficial lo embarga todo.



Nosotros debemos practicar y enseñar a nuestros alumnos la honestidad intelectual, comenzando con las citas de los autores para que aprendan a no plagiar las ideas de los demás. Así que los que ejercen la docencia superior deben evaluar con justicia y ecuanimidad a los alumnos, mostrándoles así la justa apreciación del conocimiento y la pertinencia de los comentarios y los juicios. Esto indudablemente fomenta la autonomía del sujeto, la creatividad, la libertad de pensamiento y la esperanza. Solo con una inteligencia abierta de par en par al acontecer del mundo puede ensancharse la educación, fomentarse el principio de la esperanza (como lo llamaba E. Bloch) y creer en las posibilidades del futuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario